Entrevista con una esfinge
Hace 30 años que hago entrevistas, y durante mucho tiempo sobre todo a escritores. Puedo jactarme de que nunca tuve que decir antes de darle REC a la grabadora, lo siento, no tuve tiempo de leer el libro. Ya fuese un premio Nobel discurriendo desde la cima del universo o un serísimo autor primerizo que pregunta tímido si salió bien la nota, siempre me tomé el mismo trabajo de llegar con los deberes hechos. Sin saltar una línea, edición marginal de poesía o novela de 700 páginas de Gallimard a devorar en un fin de semana, cumplí. No sólo porque una entrevista preparada siempre sale mejor -es ley-, sino porque, siendo este trabajo tan precario y mal pago la mayor parte de las veces, el periodismo cultural es un hobby caro: el pago es eventual y lejano.
Hay escritores geniales que son horribles entrevistados y autores mediocres que son “clientes perfectos”: en 45 minutos regalan diez títulos, anécdotas, sentencias -políticas si se va a buscar “compromiso”-, saben para qué formato y público se dirigen. Pero para lo que no estaba preparado, era para entrevistar a un mudo.
La editorial me lo había advertido: había sido operado de la laringe y tenía muchos problemas para hablar. Pero eso no me desalentó: lo había perseguido como una figurita difícil. Había llegado a él a través de un elogio de Henry Miller, que lo había hecho publicar. Cuando supe que aún vivía en París, en el mismo hotel donde residía desde 1945, rogué por conocerlo. Preparé el encuentro leyendo todos sus libros y entrevistas que pude conseguir en una época en que internet empezaba a funcionar de archivo.
Era un auténtico dandy pobre por elección, un vago de lujo. Vivía en la habitación 77 del Hotel “La Louisiane”, en el barrio de Saint-Germain des Prés. Su cuarto, pagado por la editorial, era elemental. Todas sus pertenencias cabían en la valija que guardaba bajo su cama. Su rutina era inmutable. Todos los días a las 14:30 salía a caminar impecablemente vestido con trajes que se ceñían a una paleta ocre, del verde al naranja, pañuelo en el bolsillo, y recorría en un mismo orden los mismos cafés (El Flore, Lipp) antes de internarse en los Jardines del Luxemburgo. En su periplo se cruzaba con los fantasmas que habían fabricado la reputación del barrio, sus amigos Sartre, De Beauvoir, Genet, Queneau, Gréco.
Cuando se sentó en el lobby del hotel, tardé dos segundos en tener la certeza de que ninguna palabra saldría de esos labios finos. Su voz era una respiración ronca, un hilo quebrado. No había charla posible. Desde ese rostro enjuto de piel delgada, arrugada como papel araña, fruncía dos ojos que indagaban qué me proponía en esas circunstancias.
Tenía mi lista numerada de preguntas, construida a partir de las visiones de las lecturas de un hombre que hablaba de un mundo que ya no existía -el Egipto francófilo de su infancia, seres miserables y solares de El Cairo- y habitaba otro universo posterior y también extinto: el Barrio Latino de la posguerra. Se había convertido en el guardián de un museo en el que era la última pieza viva.
Me observaba como una esfinge poniéndome a prueba. Una nariz enorme subrayada por una sonrisa recta. Me resignaba ya a tirar, frustrado, mi hoja con el cuestionario a la basura. Entonces, se me ocurrió que, si yo conocía lo suficiente su obra y sus respuestas, le pondría arrancar las frases que solía formular y reconstituirlas. Era un hombre estoico, avaro de palabras; sus libros eran flacos, con una prosa cincelada y económica: usaba estrictamente la cantidad de letras que necesitaba. Igual en sus entrevistas. Y a falta de encontrar una mejor respuesta, solía repetirse.
Lo fui interrogando y leyendo sus labios. A partir de lo que creía entender, lo cotejaba con mi memoria de lo que le había leído responder en otra parte. Lo anotaba con lápiz en la hoja de mis preguntas y él confirmaba o corregía con una mano entorpecida por la artrosis. El hombre terminó agotado. Al salir del hotel, arranqué una de sus anotaciones con letra torturada: “Escribo para que la gente que me lee no vaya a trabajar al día siguiente". La tuve décadas clavada con una chinche en un corcho encima de mi monitor. La perdí en una mudanza, como el periódico donde publiqué la entrevista. No encontré la versión web, si alguna vez existió.
El escritor egipcio Albert Cossery murió en 2008 a los 94 años en el mismo cuarto de hotel donde vivió desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Albert Cossery