El odio es el otro
Tengo una ética masoquista, me obligo a exponerme permanentemente a expresiones desagradables, hirientes, mentiras, desinformación. Lo hago metódicamente: me impongo cuotas discursivas de todo el espectro político: neonazis, indigenistas, militantes de Black Lives Matter, trotkistas, peronistas, podemitas, libertarios, feministas que sueñan con un mundo sin varones, masculinistas, conspiracionistas, islamistas… Lo hago por curiosidad profesional pero sobre todo para evitar la “cámara de eco”, que hace que uno se rodee de opiniones similares y termine pensando que la opinión que lo rodea es un sentido común compartido por una mayoría.
No estoy afiliado a ningún partido y, desde que deserté el campo progresista, no me interesa integrar ninguna familia ideológica. Esta orfandad es una libertad solitaria, y me pone en un lugar incómodo: cuando un campo encuentra en mi argumentación artillería contra su enemigo, supone que soy uno de los suyos. En un ecosistema tan polarizado, eso no perdona: al ver que no sigo ciegamente el llamado de una de las tribus, soy considerado un tibio. No considero estar en ningún extremo, tampoco en un hipotético medio, sólo en otra parte. No vivo en alguna punta, ni siquiera entre ellas, sino que veo que el espectro es tridimensional, y está bien no tener certezas prefabricadas acerca de todo. No adscribir dogmáticamente a un campo es renunciar a ciertos beneficios del espíritu gregario, como que te perdonen cualquier cosa porque sos “uno de los nuestros” y ese compañerismo cómplice de pararte junto a alguien a tirar piedras contra un enemigo común.
Ayer tuve tiempo libre. Me puse a indagar entre los Youtubers de izquierda. Escuché la entrevista que Sam Harris le hizo al streamer estadounidense Destiny y luego me metí en la madriguera de los “creadores de contenidos” de izquierda españoles (ya habrá tiempo para ver a los latinos). Me puse a ver las cinco cuentas más populares. Rápidamente, identifiqué un patrón en los discursos: el llamado a luchar contra “el odio” alternándose con estrategias para aplastar a la “gentuza”, palabra que aparecía todo el tiempo para designar peyorativamente al adversario político, al que se buscaba como mínimo, acallar. Lo que llama la atención es que esta furia y resentimiento, el deseo manifiesto de aniquilar al otro, jamás es percibido como odio, sino como saludable indignación justiciera. El odio es siempre el otro, no existe en el campo de bien.
Efectos del discurso
Si existe un discurso de odio del que preocuparse, debe medirse por sus efectos negativos. La izquierda, que poco y nada tuvo que decir de los cientos de miles de sirios masacrados por Bashar el Asad, por los dos millones de uigures en los campos de concentración chinos, la persecución de los rohinyás en Birmania y ninguna movilización de solidaridad con las mujeres iraníes asesinadas por no querer llevar velo, han hecho de su detestación de Israel su principal tema.
En Francia, por ejemplo, la izquierda radical hizo toda su campaña para las elecciones europeas con la militantes propalestina Rima Hassan, que ve una resistencia legítima el pogrom contra civiles del 7 de octubre y participa en manifestaciones en Jordania donde se celebra el “martirio” del líder de Hamás. Esta semana, el ministro del Interior francés indicó que para los primeros 6 meses de 2024, dos tercios de las agresiones por motivaciones religiosas, fueron contra judíos. Una cifra que, para entender su magnitud, debe contemplar que los judíos representan menos del 1% de la población francesa. El último acto antijudío que fue noticia, ocurrió el sábado, cuando un argelino, envuelto en una bandera palestina, prendió fuego la sinagoga de La Grande Motte, en el sudeste de Francia, con el rabino en su interior. Interrogado por la policía, el terrorista explicó que quería “vengar a Gaza”.
Esta misma semana, el nuevo Partido Comunista Italiano Polémica en Italia publicó una “lista negra” de más de 150 judíos y partidarios de Israel, bajo la definición de "agentes sionistas que deben ser condenados y combatidos". Por algún extraño motivo, ninguno de estos llamados que alientan a perjudicar y ponen en peligro a judíos es considerado como “discurso de odio”. Como decían las rectoras de las universidades más elitistas de la progresía de EEUU, “depende del contexto”.
Ilon Most
En un mundo donde todo el mundo tiene pegada la nariz a su pantalla, la batalla por dominar la comunicación está siendo feroz. Mientras los principales medios masivos seguían marcando la agenda, no se hablaba tanto de “discurso de odio”. El New York Times, El Washington Post, El País o Le Monde eran los “medios de referencia” con sesgo progre, pero se cuidaban con guardar al menos las apariencias, había cierta pluralidad y se evitaba el periodismo de trinchera. Esto cambia radicalmente con las redes sociales y la victoria de Trump en 2016. Por un lado, Twitter empieza a tener un impacto en las redacciones, que siguen las tendencias para estar en sintonía sus lectores y son escrutadas por críticas públicas. Con la llegada de Trump y el estallido de la revolución woke, llega la hora de “la resistencia” y una radicalización militante, que lucha contra fobias, micromachismos, microrracismos y pega la etiqueta “extrema derecha” a todo lo que se mueva un milímetro a su diestra.
Mientras las principales redes de opinión (Facebook y Twitter) tenían por CEOs a Mark Zuckerberg y Jack Dorsey, eran para la izquierda un problema menor. La moderación estaba hecha de una manera absolutamente opaca, arbitraria, pero con el sesgo progresista de la Tech. El inenarrable energúmeno conspiracionista Alex Jones era eyectado, pero también lo era el presidente de Estados Unidos. Y todo, mientras individuos como el líder supremo iraní Ale Jamenei ostentaba cuentas en varios idiomas para replicar ante millones llamados a exterminar a los israelíes. Pero ahí cuando la izquierda puso el grito en el cielo, fue cuando Elon Musk compró Twitter.
He escuchado en los últimos días a gente de izquierda protestando porque veían desde sus cuentas demasiado “discurso de odio” que viene de “la extrema derecha”. Hoy, El País publica una columna titulada: “Musk ha convertido su red social en una plataforma política adaptada como un guante a las necesidades de la extrema derecha". La tribuna, firmada por Carmela Ríos, empieza así: “Que levante la mano quien se saldría ahora mismo de Twitter, de X, para no volver más. Yo también he levantado el dedo. Sueño con cerrar mi cuenta y ahorrarme, de una vez por todas, el lamentable espectáculo de ver cómo se degrada, día a día, lo que fue una imponente herramienta para la comunicación política y periodística. Sería mucho más feliz sin tener que cruzarme cada día con esa banda de maleantes y extremistas, esos amigotes del jefe Elon Musk, cuyas publicaciones racistas, engañosas o faltonas reciben sistemáticamente más cariñito y difusión por parte del algoritmo”.
La embestida contra la libertad de expresión
Llevo más de diez años en Twitter, y es cierto que nunca he recibido tantas agresiones y amenazas, gente que me desea que me conviertan en jabón, que me gaseen. Cuando realmente se han puesto pesados, he denunciado estos ataques nazis (es decir, la ideología del nacional-socialismo explícita, no un uso caprichoso del término), pero las cuentan en general no ha sido sancionadas por no incumplir las reglas de X. Ahora, el centenar de cuentas que he tenido que bloquear (ya no me molesto en denunciarlas) eran muy mayoritariamente de izquierda, con triangulitos rojos y banderas palestinas, que me deseaban ser aniquilado en nombre del bien. Por los mismos que denuncian “el discurso de odio”.
Lo que ha ocurrido es que gente progre que estaba acostumbrada a no tener que lidiar con opiniones fuera de su burbuja, hoy se ve confrontada a puntos de vista que le desagradan y se encuentra desarmada. Sostienen que Musk favorece a los extremistas de derecha, pero no lo demuestran. Musk tiene muchísimos seguidores y sus retuits replican a “gentuza”, pero también lo hacen otras cuentas progres o islamistas con millones de seguidores. Tampoco han probado que el algoritmo esté diseñado para favorecer ideas de extrema derecha, pero así lo sienten y con eso les basta.
En los últimos días, el comisario europeo Thierry Breton cargó contra Musk, como también lo hizo el juez de la corte suprema brasileña Alexandre de Moarés, que paralizó las cuentas de Starlink. También cargó Nicolás Maduro contra “Ilon Most” e impide el acceso a Twitter para poder robar mejor las elecciones. El todo, mientras el Labor en Reino Unido se dedica a llenar cárceles con gente que ha hecho posteos en línea. Al mismo tiempo, Zuckerberg reconoce que estuvo bajo presión de la administración Biden para censurar hasta contenidos humorísticos sobre el covid-19 y a silenciar el escándalo de la computadora del hijo de Joe Biden, un caso que merecía la legítima atención de la opinión pública.
Tal vez vaya siendo hora de que el partido de la tolerancia y que combate “el discurso de odio” empiece a darse cuenta de que la sociedad abierta requiere tener que escuchar cosas que no le gustan, que criminalizar puntos de vista los hace estar de lado de los dictadores. Esto, si quieren vivir en un mundo donde exista una libertad de expresión real.